Sin duda, llevará tiempo poder apreciar adecuadamente el alcance de la obra de Benedicto XVI. Su renuncia en 2013 invitaba a pensar que tomaba definitivamente el camino del silencio, incluso el del olvido. Ciertamente, él mismo lo habría querido así. Pero también en este aspecto tuvo que aprender a dejar de pertenecerse. Aunque fuera silencioso, aunque fuera retraído, aunque fuera un recluso, Benedicto XVI seguía siendo una referencia.
Poco después de responder a la llamada de Juan Pablo II en 1981 para hacerse cargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger recibió el sobrenombre de «Panzer-Kardinal». La expresión fue un shock. Pero era errónea. Cualquiera que le haya conocido puede dar fe de ello. Era un hombre físicamente pequeño. Una sonrisa agradable y unos ojos brillantes de inteligencia ocultaban una especie de timidez. No había nada en él que pudiese recordar a tanque arrasando Francia en 1940. Tampoco era un inquisidor como imaginan los que pintan la época medieval de colores oscuros. Sus rasgos, en cambio, sugerían la imagen de un «cardenal sonriente».
Al frente del antiguo Santo Oficio, el cardenal Ratzinger marcaría el rumbo doctrinal del largo pontificado de Juan Pablo II. Los papeles parecían repartidos. El papa se encargaba casi directamente del escenario, de las multitudes, de los viajes, de la evangelización de pueblos y naciones. Actos que también fueron alabados por el mundo, pero que seguían siendo controvertidos para algunos fieles, como los encuentros interreligiosos de Asís o el beso del Corán. El cardenal, en cambio, se encargaba del trabajo de oficina, de las explicaciones de la doctrina católica, de la creación de un catecismo universal, de afinar las encíclicas papales para no dar paso a interpretaciones heterodoxas. También hubo advertencias y condenas. Cada detalle era una obra a medida, un punto de encaje, una fina costura artesanal. Puro arte en una época que vivía de la industrialización a la china. Se trataba de una disruptiva inevitable.
Cuando Juan Pablo II entregó su alma a Dios, le sucedió Joseph Ratzinger. Fue una sorpresa, pero era inevitable. El papa fallecido había dejado tal huella que era imposible imaginar un sucesor que no fuera un amigo íntimo. También se necesitaba un hombre de dentro del sistema eclesial para reformarlo. Era urgente porque la estructura papal estaba a punto de estallar. El cardenal Ratzinger era el hombre indicado para hacerlo. Lo era tanto más cuanto que no había tenido miedo de hablar el Viernes Santo de 2005 sobre el fango que ensuciaba la Iglesia.
Joseph Ratzinger fue elegido rápidamente y adoptó el nombre de Benedicto XVI. Se esperaba, por tanto, que reformara la curia a fondo. Era una expectativa legítima, pero sin duda era no conocer bien al nuevo Pontífice. Veía las cosas desde arriba. ¿Demasiado alto? ¡Quizás! Prefirió una reforma a gran escala, una reforma benedictina que pretendía restaurar la unidad de la Iglesia y la paz en su seno mediante unos pocos actos decisivos.
El primero fue depurar las responsabilidades derivadas del Concilio Vaticano II. El 22 de diciembre de 2005 pronunció un discurso histórico en el que se opuso a dos interpretaciones del Concilio. La que percibe el Vaticano II como una ruptura con el pasado y la que lo inserta en la continuidad de una renovación siempre necesaria. La segunda, por supuesto, era su preferencia y su política. Representaba un intento de rescatar el Concilio, no de cuestionarlo, ni siquiera de intentar evaluar sus logros. Sin embargo, fue como una explosión.
En otro paso histórico, Benedicto XVI decidió en 2007 poner fin a la disputa litúrgica surgida a raíz del cambio del rito de la misa en 1969. Joseph Ratzinger llevaba décadas trabajando en este sentido. Con su motu proprio Summorum Pontificum, recordó que la misa antigua nunca había sido prohibida y que cualquier sacerdote podía celebrarla. Se creía que se trataba simplemente de un deseo de reconciliación con la Sociedad de San Pío X. Si este deseo no faltaba -como demostró en 2009 el levantamiento de las excomuniones de los obispos consagrados por el arzobispo Lefebvre-, no era el primero. En la mente de Benedicto XVI, el conocimiento de la antigua liturgia debía corregir las deficiencias de la nueva, reinstaurar el arte de celebrar de los sacerdotes en la gran tradición de la Iglesia latina. ¿Una apuesta? Sí, pero fue una apuesta exitosa porque las nuevas generaciones de sacerdotes retomaron con alegría la misa antigua y revisaron su forma de celebrar la nueva.
Menos conocida por el gran público, otra decisión iba en la misma dirección. En 2009, Benedicto XVI creó estructuras de acogida para los anglicanos que quisieran convertirse al catolicismo. Eran herederos de un rico patrimonio litúrgico y artístico difícil de abandonar. Benedicto XVI les permitió conservar esta tradición anglicana sin dejar de ser plenamente católicos desde el punto de vista doctrinal y disciplinar. El éxito fue modesto, pero real. Sobre todo, formó parte de la reforma benedictina que se intentó llevar a cabo entre 2005 y 2013.
¿Cuál es el resultado? Al lanzar a la Iglesia por el camino sinodal, el papa Francisco ha puesto fin definitivamente a cualquier interpretación de continuidad respecto al Vaticano II. Su motu proprio Traditionis custodes intentó anular Summorum Pontificum, prohibiendo la celebración de la misa tradicional en nombre del mismo concilio. Aunque los obispos anglicanos siguen pasándose al catolicismo, los ordinariatos creados para acogerlos han dejado de ser una vía privilegiada y una respuesta clara a la desviación del ecumenismo.
Por supuesto, la obra teológica de Benedicto XVI es de gran finura y calidad. Sin duda, la Historia arrojará luz algún día sobre las condiciones reales de su renuncia. Sobre todo, es posible que su pontificado pase por el tamiz del Evangelio, que dice que la semilla que cae en tierra debe morir para dar fruto. Así, entre los jóvenes sacerdotes alimentados con la leche de Summorum Pontificum se encuentra sin duda el papa del mañana. ¿Benedicto XVII?