Los recientes informes publicados sobre los abusos espirituales y sexuales cometidos por los hermanos Philippe y Jean Vanier plantean profundos interrogantes. Una breve reflexión para ganar algo de perspectiva.
Unos días antes de su muerte, fui a ver a Jean Vanier. Estaba en la casa Jeanne Garnier, en cuidados paliativos, que es la única forma digna de fin del hombre y de lo sagrado de su vida. Muchas veces, como sacerdotes, vamos a la cabecera de los moribundos para recoger una última palabra, una sonrisa, una mirada, para recibir una última confesión antes del gran paso. El sacerdote está en la frontera entre la tierra y el cielo, entre la vida que nace y la que muere ante nuestros ojos. Es, como decía san Juan Pablo II, «un puente y un paso, para que pasen todas las ovejas». La vida sacerdotal se sitúa en el Alfa y el Omega de la vida humana, desde su nacimiento en las aguas del bautismo hasta el rito de la despedida final, cuando el cirio pascual arde de nuevo por ellos.
La pérdida del sentido de Dios
Debo decir que Jean Vanier me parecía lleno de la presencia de Cristo. No sabía nada de su gran responsabilidad personal en el maligno delirio del padre Thomas. Solo Dios sondea los corazones y las mentes, aunque existe el grave deber de reconocer la objetividad del mal y de ocuparse de quienes son víctimas de un sistema perverso. Yo pasé seis meses en una comunidad del Arca. No idolatraba a Jean Vanier, pero le tenía estima y gratitud. No hay que idolatrar a los hombres, y menos aún las cosas o las causas. Pero la tendencia a idolatrar está profundamente arraigada en nuestros corazones heridos. Cuando el hombre pierde el sentido de Dios, abandona toda su vida por realidades pasajeras, empieza a perseguir quimeras e ilusiones para intentar saciar, en vano, la sed eterna de su corazón. Y cuando el cristiano pierde de vista que la gloria solo pertenece a Cristo, corre el riesgo de idolatrar a tal o cual fundador o pastor carismático, de despertar sus defectos ocultos y alimentar sus grietas narcisistas.
«Hijos míos, guardaos de los ídolos», dice el apóstol Juan al final de su carta (1 Jn 5,21). Creo que aquí debemos hacer examen de conciencia. Esto no resta responsabilidad personal a quienes hacen el mal y engañan a las almas bajo la máscara de la piedad, ni absuelve a la Iglesia jerárquica de su propia ceguera. Pero también damos forma, en parte, a nuestros ídolos… El ídolo es una luz falsa que atrapa la mirada y la encierra. El icono es la luz verdadera que conduce al Padre. La concomitancia entre el final del Concilio Vaticano II y la «revolución» del 68 favoreció la aparición de ídolos cuando todo se tambaleaba. El hundimiento doctrinal, litúrgico y moral posconciliar, cuyo germen precedió en gran medida al Concilio, se manifestó de forma tan espectacular que los cristianos se sintieron tentados de seguir a figuras carismáticas que daban la impresión de hacer frente al maremoto y encarnar la renovación esperada. Solo los más humildes, como Pierre Goursat en la comunidad del Emmanuel, resistieron a la tentación de manipular las conciencias. Se decía que los hermanos de San Juan eran los «nuevos dominicos» y los Legionarios de Cristo los «nuevos jesuitas». No todo el mundo es santo Domingo o san Ignacio…
El «humo de Satanás» (Pablo VI) ha ocultado las infamias
El espectacular hundimiento del edificio católico, manifestado en la fuerte caída de sus vocaciones y en las innumerables salidas de sacerdotes, ha hecho surgir un «humo de Satanás», como decía Pablo VI, que ha ocultado las infamias de muchos. La invocación casi mágica del «espíritu del Concilio» para justificar la sumisión al espíritu del mundo ha sido un desastre cuyas consecuencias aún estamos pagando. El cisma latente que amenaza hoy a la Iglesia, especialmente con una parte de la Iglesia en Alemania servil a los lobbies dominantes, es la cristalización progresiva, como expresó Benedicto XVI, del «estado de ánimo conciliar», entendido como «una actitud crítica o negativa hacia la tradición […] que debía ser sustituida por una nueva relación radicalmente abierta con el mundo, para desarrollar una especie de nueva y moderna ‘catolicidad'».
He oído decir a «expertos» que los escándalos sexuales protagonizados por clérigos se debían a una visión excesivamente clerical del sacerdote derivada de la Contrarreforma que siguió al Concilio de Trento y que sería urgente acabar con ella, como se derriba una estatua. En los trabajos preparatorios del sínodo sobre la sinodalidad surgieron algunas propuestas en este sentido, desde el «matrimonio de los sacerdotes» hasta las homilías colectivas… No reflejan a los grupos más fervorosos de la Iglesia, especialmente a los jóvenes, que son nuestro futuro y nuestra esperanza. Otras propuestas plantean grandes retos para los cuales debemos pedir al Señor su luz, y le debemos al papa Francisco que nos haga sensibles a esta cuestión: no podemos ignorar las heridas ni los interrogantes que plantean los católicos de tendencia homosexual, ni los que han roto el compromiso matrimonial para vivir una nueva unión, ni la inmensa mayoría de los novios que viven en concubinato… ¿Cómo encontrar un camino que les permita dar un paso hacia la plenitud de Cristo sin negar la coherencia de la vida sacramental y la llamada universal a la santidad? Nadie puede permanecer insensible a la preocupación de Cristo por los que se sienten alejados de la Iglesia.
¿Desacralizar al cura?
Por lo que respecta al sacerdocio católico, es una burda ilusión pensar que basta con negar al sacerdote todo carácter sagrado y debilitar su autoridad pastoral para evitar los abusos. Agitar el espantajo del clericalismo como responsable de todos los males es una visión parcial y sesgada. Los sacerdotes no necesitan que se derriben sus estatuas, sino que se les haga morar más profundamente en su misterio y que sean cada vez más conscientes de la gracia que llevan en el frágil recipiente de su humanidad. No necesitan que se les baje del pedestal, sino que se les ayude a ser mejores sacerdotes. Decir que los escándalos están relacionados con una visión demasiado clerical del sacerdocio es olvidar hasta qué punto «está prohibido prohibir» y la liberación sexual han favorecido, en la sociedad como en la Iglesia, comportamientos gravemente desviados. Una persona consagrada solo puede permanecer fiel si mantiene una elevada «temperatura» espiritual y tiene los pies bien puestos en la tierra. Si el sacerdote es considerado como un buen amigo con el que se puede permitir todo tipo de familiaridades, un anciano amable y sin afeitar, mal pagado y sometido al dictado de «equipos pastorales» inmutables, ¿cómo podrá mantener las elevadas exigencias de su promesa? La llamada sobrenatural al celibato exige una vida espiritual profunda, una conciencia clara de las propias faltas y un recurso frecuente a la misericordia, así como equilibrio humano y amistades sanas. Si todo es relativo, si la oración y la ayuda de los sacramentos ya no se consideran necesarias, entonces lo sobrenatural se convierte sencillamente en antinatural.
La belleza del sacerdocio
Urge redescubrir la conciencia de la belleza del sacerdocio y la acción de gracias por quienes se comprometen valientemente en él, cuyas aptitudes humanas y equilibrio afectivo hay que verificar. Se dice que los sacerdotes son «como los demás». Sí y no. Sí por su debilidad, no por el misterio de la llamada de Dios sobre ellos. Pero llevamos el esplendor del sacerdocio en vasos frágiles. Por supuesto, hay escándalos que deben salir a la luz para sanar y reconocer a los heridos, como el escandaloso asunto Rupnik, que ensucia a la Iglesia de las más altas esferas… Pero también hay que saber echar un modesto velo sobre las faltas de nuestros hermanos cuando no son más que una cuestión de debilidad y no destruir toda la reputación de un hombre por poco más. La luz de la verdad no es la transparencia absoluta, sino el discernimiento progresivo entre lo que hay que decir y lo que no hay que decir, a quién hay que decírselo y a quién no hay que decírselo.
Por último, si es necesario desarrollar medidas para evitar, en la medida de lo posible, la aparición de escándalos, incluso si «es imposible que no [los] haya» (Lc 17,1), existe sin duda la tentación de pretender, de forma puramente racional, encontrar una «salida» al problema del mal. En cierto modo, el mysterium iniquitatis escapa al Logos. Entra en una ruptura radical con la inteligencia creadora. Job busca hasta el extremo «entre rocas oscuras y siniestras» (Job 28,3)… La única respuesta, que no explica el mal y mucho menos lo justifica, es la contemplación del misterio de la Cruz que permanece mientras el mundo gira. Stat Crux dum volvitur orbis. La «sima grita a otra sima» (Sal 41). Solo el misterio de la Cruz puede superar el escándalo de la iniquidad. Solo el abismo cada vez más amplio del amor crucificado triunfa sobre el imperio de Satanás. El mal tiene un límite, pues destruye lo que es. Solo el Eterno posee la vida sin medida. Por eso debemos volver a mirar, como nuestros padres miraron a la serpiente de bronce, a Aquel que nos ha traspasado.
Publicado por el padre Luc De Bellescize en La Nef
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana