Viernes, 21 Diciembre 2018 17:37

La Iglesia Católica y los privilegios estatales

 

Iglesia y el Estado son sociedades perfectas


La Iglesia y el Estado son las dos únicas sociedades perfectas.

Es una sociedad perfecta la que posee en sí misma todo lo que necesita para el cumplimiento de sus fines. Por lo tanto, es independiente y autónoma respecto de cualquier otra sociedad, y no está subordinada a otra sociedad de orden superior.

Ambas sociedades cuentan con todos los medios humanos y materiales indispensables para el desarrollo de su actividad, la una en el ámbito religioso y espiritual, la otra para los asuntos de orden temporal.

Todas las demás sociedades, tengan o no fines de lucro, son sociedades imperfectas, porque necesitan de la autorización y el contralor del Estado para su funcionamiento. Ejemplos de sociedades imperfectas son las sociedades comerciales, ONGs, clubes, sindicatos, partidos políticos, fundaciones y demás entidades civiles.

 Así mismo, las parroquias, los conventos, los colegios católicos, los institutos de vida religiosa y todas las obras católicas, también son sociedades imperfectas, porque dependen de una sociedad mayor, que es la institución Iglesia Católica.

Cada sociedad es suprema en su ámbito. La prosperidad de cada una de las dos sociedades perfectas, contribuye en gran medida al progreso espiritual y material de todos los habitantes de cada país, con la condición de que ninguna de esas dos sociedades perfectas se financie con el dinero de la otra.

El Estado se organiza, se gobierna y se administra, con el dinero que recauda en impuestos, tributos y tasas, los cuales son de carácter obligatorio.

La Iglesia Católica se financia con las limosnas, donaciones, legados, rentas de las empresas que están al servicio de sus apostolados, y todo tipo de contribuciones voluntarias, que hacen los fieles y contribuyentes particulares.

La Iglesia no depende del permiso del Estado para lograr sus fines educativos, apostólicos y misioneros. Ha recibido de Cristo el gran encargo de enseñar a todas las naciones. Por eso mismo, a la Iglesia Católica le es inherente la necesidad esencial de tener una libertad total para ejercer sus apostolados.

Dios quiso que sea una sociedad perfecta, totalmente independiente en lo económico, para que esté libre de toda injerencia de las autoridades civiles en lo que  se refiere a su prédica del Evangelio y la enseñanza de la doctrina católica, como así también a los contenidos religiosos y morales que se enseñan en sus escuelas.

La noción de que tanto el Estado como la Iglesia Católica son sociedades perfectas, es un concepto que tiene una importancia crucial para comprender la gran falacia que consiste en creer que los Estados deberían colaborar, o que es conveniente que ayuden, de una u otra manera, al financiamiento de los cultos religiosos.

En muchos países del mundo, no se están cumpliendo actualmente las dos condiciones principales para que la Iglesia sea considerada plenamente como sociedad perfecta, es decir, que tenga completa autonomía respecto de cualquier otra sociedad y que no esté sometida al control e influencia de los Estados.

Si los representantes de la Iglesia Católica aceptan o solicitan ayudas económicas de los Estados, se comportan como si pertenecieran a una sociedad imperfecta, pues actúan como si la Iglesia dependiese de esas ayudas. Puede suceder entonces que la religión quede subordinada, en alguna medida, a las imposiciones ideológicas, no cristianas, del gobierno secular. Si así ocurre, deja de cumplirse el sagrado axioma de la completa independencia que la Iglesia debe tener, en su calidad de sociedad perfecta, con respecto a todos los gobiernos civiles y funcionarios estatales.

Cuando cualquier institución estatal, ya sea nacional, provincial o municipal, exime a las religiones de pagar impuestos, destina partidas de dinero para la reparación de templos, entrega subsidios para diversos menesteres, entrega prebendas a los ministros religiosos, y otorga cualquier otro tipo de beneficios ilícitos, aumenta la posibilidad de que los gobernantes se conviertan en cuasi-dueños de las religiones.

Si los Estados financian a las religiones, éstas podrían convertirse en entidades que quedan subsumidas, tácitamente, dentro de la jurisdicción de los funcionarios estatales.

O sea que los gobernantes, como suele suceder, en lugar de tener buenas intenciones, utilizan los privilegios con fines políticos, causando en sus países una paulatina degradación de los verdaderos valores éticos, morales y religiosos, en los cuales se basa la verdadera riqueza y prosperidad de los pueblos.

Si el Estado tiene influencia política sobre las religiones, la educación en sus escuelas religiosas se paganiza, se imponen costumbres anticristianas, y todo tipo de inmoralidades refrendadas por leyes. De allí la importancia de no negociar ningún tipo de privilegios económicos, para que la Iglesia pueda tener total libertad de consagrarse al sublime trabajo de enseñar la verdadera doctrina y predicar los verdaderos valores cristianos que no son negociables.

No es bueno que los líderes religiosos acepten, aunque sea unos pocos centavos, del Estado. El dinero de los impuestos debe ser utilizado para la remuneración de los servidores estatales, y para todo tipo de obras y servicios públicos.

El Estado necesita muchísimo del dinero de los contribuyentes. Además, las religiones no tienen excusas para no darle al César lo que es del César, por lo tanto no es ético que los lugares de culto sean eximidos del deber de cumplir con sus obligaciones fiscales, o que las religiones reciban ayudas para la tarea que ellas mismas tienen la obligación de realizar.   

Las estructuras legales mediante las cuales se deriva dinero del Estado a las religiones son perjudiciales, porque esas estructuras contribuyen a que las religiones cifren su confianza en el dios dinero, en lugar de focalizarse en la santificación de sus miembros, y en el servicio apostólico a las almas, gratuito y desinteresado.

En la actualidad hay una variedad de beneficios que la Iglesia recibe, con diferentes matices, en cada país: exenciones de impuestos, subvenciones, prebendas, cesión de terrenos fiscales; leyes, concordatos y constituciones en los cuales se establecen favores económicos, beneficios especiales para los ministros o sacerdotes, recaudación del llamado “impuesto eclesiástico” para las iglesias, desgravación impositiva para donaciones a instituciones eclesiásticas, etc.

Durante muchos siglos hubo mucha confusión en las relaciones Iglesia-Estado, no solamente entre la riqueza de los Estados con la riqueza de la Iglesia, sino que había también una especie de fusión de poderes que hacía que, en algunas ocasiones, los gobernantes civiles se inmiscuyan en la vida interna de la Iglesia realizando funciones eclesiásticas. Se producían constantes desavenencias y conflictos entre los funcionarios del Estado y de la Iglesia, por cuestiones de poder o de dinero.

Casi todas las grandes discusiones e intrigas entre los representantes de la Iglesia Católica y los soberanos de las naciones, que se produjeron durante siglos, se habrían evitado si se hubiese puesto en práctica la división de dinero y de funciones que pide Nuestro Señor Jesucristo en los Santos Evangelios.

Errores como el regalismo, el patronato regio, los diezmos obligatorios, la simonía, el cesaropapismo, se fueron corrigiendo con el tiempo, estableciéndose más claramente los verdaderos roles del Estado y de la Iglesia, como sociedades perfectas.

No obstante, nos sorprende mucho que en el siglo XXI, todavía no se está cumpliendo la enseñanza de Jesús, de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

En la actualidad, en las relaciones Iglesia-Estado queda por resolver el tema de las exenciones de impuestos, las transferencias de dinero, innecesarias e inconvenientes, del erario de los Estados a la Iglesia, y la utilización de las oficinas estatales para actuar como recaudadores del impuesto eclesiástico.

Es imprescindible que cesen todas las ayudas económicas, porque son completamente incompatibles con la actividad y la misión de una religión verdadera, y han demostrado que son un serio obstáculo para el progreso material y espiritual de las naciones.

Creemos que es fundamental que todos los líderes políticos y religiosos trabajen en el magnífico cometido de concluir, perentoriamente, con todas las transferencias indebidas, desde el erario del “Cesar” a las arcas de las religiones.

La casi totalidad de las prerrogativas económicas que posee la Iglesia Católica, están establecidas en concordatos, leyes, y en las constituciones nacionales de algunos países. Es una función de los gobiernos estatales, provinciales y municipales, trabajar en la derogación de todas esas  leyes, y en la modificación de todos esos concordatos y de todas esas constituciones. 

 

Los privilegios económicos perjudican mucho a la Iglesia Católica 

 

Los subsidios y privilegios otorgados a la Iglesia Católica, pueden producir una anulación sistemática del sentido de responsabilidad de los católicos respecto a sus deberes de sostenimiento del culto, y de su tan necesaria participación en la actividad apostólica de la Iglesia.

En efecto, los cristianos están llamados no solo a contribuir con sus bienes para sufragar los gastos de su parroquia o su respectiva comunidad, sino también a involucrarse en la actividad misionera, incluyendo la administración, construcción y mantenimiento de los lugares de culto de su organización religiosa. Todo ello produce, eventualmente, un aumento exponencial de la fecundidad apostólica y, concomitantemente, un aumento de la recaudación de limosnas.

Si los laicos no tienen suficiente participación en la religión, mengua mucho la creatividad, la iniciativa y la capacidad imaginativa de los fieles para poner sus talentos al servicio de la comunidad a la que pertenecen, y le resta mucha vitalidad a su comunidad, lo cual producirá una disminución sustancial de los abundantes frutos que están llamados a producir.

Cuando son convocados por sus pastores, los fieles participan de buen grado en la administración de su comunidad y colaboran, cada uno según sus habilidades y su disponibilidad, en la construcción y reparación de las casas y templos religiosos.

Recibir, directa o indirectamente, beneficios del Estado, no consiste solamente en la injusticia de utilizar dineros provenientes de los impuestos, sino que cuando el Estado suplanta a la Iglesia en el financiamiento de la religión, se fomenta la desidia, el desinterés, y la indiferencia religiosa, pues se espera que el Estado haga lo que  corresponde a cada una de las respectivas instituciones y congregaciones de la Iglesia.

También es un perjuicio para la Iglesia Católica, debido a que los privilegios económicos socavan la exigencia de una cultura del trabajo apostólico y del esfuerzo, confiando más en los regalos del Estado que en el trabajo comunitario y en la superabundancia de la Providencia de Dios. 

 

La santificación de la Iglesia

 

Una Iglesia muy santa, no es compatible con una Iglesia que reivindica la recepción de privilegios del Estado y los tarifarios de precios sugeridos para los sacramentos; que cobra la entrada para ingresar a sus templos o que permite que haya puestos de venta en el interior de los mismos, que instala veladoras en los templos con una tarifa para quienes quieran encender una vela, o que también instale en los templos "cepillos electrónicos" para donar dinero con tarjeta de crédito. 

Si no comprendemos el mandato de Jesús: “Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis”, entonces creo que no hemos entendido el quid de la vida cristiana ni la esencia del apostolado cristiano. 

Todos los países necesitan imperiosamente tener gobernantes honestos, sabios, respetuosos del bien común y que tengan sensibilidad social; que no utilicen el dinero público para comprar el silencio de sus opositores y la adhesión a sus políticas de gobierno, o que participen en contubernios con líderes religiosos.

Pero todos los países tienen aún más necesidad de tener clérigos y laicos santos, pues de la santidad de éstos depende, en cierta manera, la santidad de toda la sociedad.

Si la Iglesia no se santifica y no se santifican las familias cristianas, y no se santifica a los niños en las escuelas para que sean los próceres y los santos que necesita el mundo, se corrompe toda la sociedad con todas las instituciones que la componen: partidos políticos, jueces, legisladores, funcionarios, educadores, policías, empresarios, sindicalistas, etc., etc.

Para que vuelvan a suscitarse muchas vocaciones religiosas y laicas, y puedan las instituciones católicas emular el apogeo que tuvieron en otras épocas, hace falta mucha santidad, no hace falta dinero de los Estados.

Trabajemos  para que haya transparencia total en la administración de todas las instituciones eclesiales, a nivel parroquial, diocesano, nacional y mundial, de modo que pueda conocerse cuántos y cuáles son los bienes de la Iglesia, y cuánto se recauda y cómo se utiliza el dinero que aportan los fieles de cada institución religiosa, en cada país del mundo.

Trabajemos también para que los laicos tengan más participación en los apostolados, y en las tareas administrativas y financieras de las parroquias, los obispados y todas las instituciones de la Iglesia Católica mundial.

La completa separación de los dineros del Estado y de la religión, más una administración transparente, en la que participen muchos profesionales laicos, crearán las condiciones que permitirán una muy profunda y fecunda renovación de la vida espiritual de la Iglesia, y una mucho mayor riqueza de trabajo apostólico y misionero.

Y comprobaremos que la Iglesia Católica volverá a crecer y a desarrollarse maravillosamente, y habrá un extraordinario aumento de vocaciones cristianas, y se abrirán muchos templos que se llenarán de fieles, y de todas las escuelas católicas egresarán hombres o mujeres de mucha piedad y santidad, y tendremos líderes políticos bien formados en las escuelas públicas o religiosas, honestos, insobornables, calificados técnica y moralmente para la tarea de gobernar. Y la Iglesia Católica estará llena de santidad y de esplendor; y en el mundo entero habrá verdadera prosperidad y progreso económico.

Santidad y vocaciones santas, eso es, queremos decir con modestia, lo que necesita la Iglesia Católica en estos tiempos, para renovarse profundamente como institución religiosa. Todo el oro y el dinero del mundo  no pueden reemplazar el trabajo ascético, la práctica de las virtudes, los dones del Espíritu Santo, ni la gracia santificante.

Pensemos en cuánto va a contribuir el abandono de todos los privilegios de orden económico, a recuperar el prestigio de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Ciertamente, no es lo único que necesita esta admirable institución para renovarse completamente, pero va a influir de tal manera en su estructura administrativa, que redundará en una más profunda relación de trabajo fecundo de la jerarquía junto con la feligresía, lo cual producirá un aumento en la  fidelidad y santidad de toda la verdadera iglesia de Jesucristo y, por consiguiente, tendremos un mundo mejor.

La Iglesia Católica cuenta con un acervo de enseñanzas teológicas y espirituales que es muy superior al de cualquier otra religión del mundo. Es cuestión, sencillamente, de aprovechar esas enseñanzas y de trabajar, con mucho amor a Dios y al prójimo, como siervos inútiles, dándolo todo gratis, aborreciendo el dinero y haciéndose como niños.

 

 

Carlos A. Ferrari 

Buenos Aires, 21 de diciembre de 2018

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