Introducción
El impuesto eclesiástico es un sistema estatal de recaudación de dinero para las religiones, que reemplaza a la costumbre tradicional por la cual los fieles de cada religión llevan directamente las limosnas a sus lugares de culto. Comenzó a implementarse en Europa, a principios del siglo pasado.
De los 49 países que conforman el continente europeo, en aproximadamente 13 de ellos está vigente la recaudación del de impuesto eclesiástico: Alemania, Austria, Portugal, Hungría, Italia, Croacia, Dinamarca, Finlandia, Suecia, Suiza, España, Polonia e Islandia. En el resto de los países del mundo, no existe esta manera alternativa de recaudar el dinero de los feligreses.
En algunos países en que está implementado el impuesto eclesiástico, el Estado se lo descuenta de sus ingresos a los feligreses que se han aceptado voluntariamente pagar el impuesto. En Alemania, en cambio, si tú te declaras católico, no tienes opción, pues los obispos determinaron, arbitrariamente, en el año 2012, que todos los católicos deben pagar el impuesto.
Esta modalidad de colectar las limosnas, consiste en que los Estados, a solicitud de los obispos o los representantes de otras confesiones religiosas, actúan como oficinas recaudadoras del dinero de sus fieles. Separan un porcentaje del impuesto a los ingresos personales que pagan los contribuyentes, para luego remitirlo, en el caso de la Iglesia Católica, a las conferencias episcopales o a los obispados de cada país.
El porcentaje del impuesto a los ingresos o a la renta, que aportan los católicos, varía en los países, según el acuerdo que los obispos realizan en cada uno de los Estados. Por ejemplo, en Italia es el 0.8%, en España es el 0.7%, en Alemania es el 8% ó 9% según la región, y en Polonia es el 0.5%.
En realidad, la Iglesia Católica no necesitaba que los Estados recauden para ella, ni nunca será una necesidad para esta institución religiosa utilizar oficinas estatales para cobrar “impuestos eclesiásticos” que la provean de recursos financieros.
El impuesto eclesiástico modificó la manera tradicional de contribuir al sostenimiento del culto, tal como se viene realizando desde el primer siglo del cristianismo. Es decir, los cristianos de cada comunidad parroquial llevan sus contribuciones a la parroquia, y luego los clérigos, junto con los miembros del Consejo de Asuntos Económicos, se encargan de administrar esos recursos financieros de la mejor manera posible. El dinero que recaudan alcanza para cubrir todos los gastos de la parroquia y para que los fieles laicos puedan desarrollar, junto con los sacerdotes, sus proyectos apostólicos.
Este esquema, en el que cada fiel lleva periódicamente a su parroquia sus contribuciones voluntarias para los servicios del culto, es muy sencillo, pero también es un sistema muy sabio, práctico y eficiente, para recaudar las limosnas. Por lo demás, es la única manera genuina de administrar los recursos parroquiales.
Desordena la organización y la actividad de la parroquia
A todas las irregularidades que había tenido la Iglesia Católica en su organización y administración, durante muchos siglos, se le han agregado, con el impuesto eclesiástico, otras muchas alteraciones del correcto orden administrativo de las comunidades católicas.
En apariencia, el sistema del impuesto eclesiástico no ofrece ninguna dificultad legal o económica, ni para los países ni para las religiones. Sin embargo no es así, pues acarrea muchas y muy serias contrariedades, tanto a la religión católica como a las demás confesiones religiosas.
Si lo estudiamos con detenimiento, descubriremos que el impuesto eclesiástico ha provocado un inmenso desorden en las finanzas de las comunidades parroquiales de la Iglesia Católica, en el sentido de que grandes sumas de dinero aportadas por los fieles, son administradas de una manera no conveniente, pues ha desorganizado el trabajo de los centros de apostolado que son las parroquias y los obispados, y muchas otras instituciones católicas.
Después que el dinero de los fieles pasa por la burocracia estatal, es remitido a los obispos. Comienza entonces otro circuito burocrático, dentro de la Iglesia Católica, porque los obispos, una vez que reciben el dinero proveniente de todo país, comienzan a distribuirlo a diversas instituciones y a todas las diócesis, todo lo cual significa la erogación de una enorme cantidad de dinero para gastos administrativos, que bien pudiera ahorrarse si no se implementase el impuesto eclesiástico.
Asimismo, produce mucha inequidad, porque su puesta en práctica desordena los auténticos organigramas parroquiales, dando lugar a una gran confusión de los roles que corresponden a los laicos con los roles de los miembros de la jerarquía. Perjudica las verdaderas relaciones de trabajo que deben existir en todas las comunidades cristianas bien organizadas, impidiendo que éstas estén a cargo de los curas y laicos locales, que son quienes deben ser los genuinos administradores y organizadores de cada centro de apostolado católico.
Muchos de quienes colaboran con el impuesto eclesiástico pueden pensar, erróneamente, que si el Estado les descuenta una cierta cantidad de dinero de sus impuestos para entregarlo a la religión, ya tienen resuelto uno de sus principales deberes, como fieles, de contribuir económicamente para solventar los gastos del culto y financiar las obras apostólicas.
Sin embargo, si bien quienes contribuyen pagando el impuesto eclesiástico lo hacen por ayudar a la Iglesia, deberían también participar en las actividades religiosas de las comunidades parroquiales, pero las parroquias no incentivan suficientemente la actividad educativa y apostólica de los fieles laicos de todas las edades.
La vocación de los católicos comprende mucho más que su ayuda económica, porque la parroquia debe convocarlos para que puedan integrarse, con espíritu fraterno y generoso, a las actividades formativas y apostólicas de la comunidad cristiana a la cual pertenecen.
Si con el sistema del impuesto eclesiástico los obispos concentran todo o gran parte del dinero de las limosnas de un país, se produce en todas las diócesis un desbarajuste organizativo y administrativo que perjudica la participación de los fieles laicos. En lugar de trabajar en equipo con los sacerdotes y los obispos, se fomenta en ellos, de manera indirecta, una actitud de indiferencia y despreocupación por su vocación cristiana.
Si cada parroquia católica fue creada para que sea gestionada por los fieles de la jurisdicción geográfica en la que se encuentra, de la misma manera que se viene realizando en infinidad de parroquias, con probada eficacia, desde el comienzo de la era cristiana, no entendemos entonces cuál es la necesidad de que los obispos reciban las limosnas de todas las parroquias de un país, ocasionando enormes gastos a los fieles y a los contribuyentes de impuestos.
Los obispos se han adjudicado la tarea de administrar cientos de millones de euros, todos los años, a pesar del ingente trabajo que tienen de apacentar al pueblo de Dios y de acrecentarlo constantemente, ejerciendo su ministerio de enseñanza y predicación de los Santos Evangelios.
Todo centralizado y burocratizado
Con la conferencia episcopal administrando las limosnas de una nación, se estandariza todo. Se asemeja a un sistema soviético donde muchas de las decisiones administrativas y financieras se concentran en un politburó o gobierno central, cuando pueden ser perfectamente realizadas por los sacerdotes y laicos de cada parroquia, que son quienes mejor conocen las necesidades materiales de la comunidad parroquial, y pueden administrar con exactitud el dinero de las limosnas para solventar todos sus gastos y sus proyectos apostólicos.
Tenemos que democratizar el dinero de la Iglesia Católica en el Estado Vaticano, en los obispados y en las parroquias. Cada parroquia, en todas las localidades del país, debería tener la autonomía necesaria para recaudar las limosnas y colaboraciones de los fieles, y para que sea cada comunidad cristiana la que tome las decisiones sobre cómo se va a emplear el dinero recaudado.
El sistema del impuesto eclesiástico coarta, indirectamente, la libertad personal de los laicos para que puedan desarrollarse como líderes apostólicos, y participen en la evangelización de su pueblo, trabajando con los obispos y sacerdotes, en un ambiente cristiano, democrático y participativo.
Si la parroquia tiene perfecta autonomía para administrar las colaboraciones de los fieles, está bien organizada, bien educada en la piedad y la doctrina católica, y se prodiga en servicios apostólicos con total gratuidad y generosidad, seguramente que contará con generosas limosnas voluntarias, y tendrá también la posibilidad de colaborar económicamente con el obispado de su diócesis.
Las parroquias de cada diócesis no pueden estar siendo gestionadas en base a sucesos muy contingentes e injustos, como lo son las exenciones tributarias y los subsidios estatales. Tiene que haber una forma estandarizada de organizar y administrar la parroquia, que sea válida para ser aplicada en cualquier diócesis del mundo, cumpliendo con las leyes tributarias de cada país, y anunciando, gratuitamente, el Evangelio a todas las naciones.
En ningún país del mundo debería establecerse el impuesto eclesiástico, de modo tal que las parroquias puedan desarrollar su actividad con plena libertad, y no se las complique interfiriendo en su administración y en su tarea apostólica.
Cuando todas las parroquias del mundo dejen de recibir ayudas estatales y exenciones impositivas, y las naciones dejen de utilizar los sistemas de recaudación estatal, podrán confeccionarse manuales universales que establezcan la manera correcta organizar la parroquia, para que ésta pueda administrar autónomamente los recursos disponibles, planificar los trabajos apostólicos, y tenga también la posibilidad de cumplir, cada año, con las metas misioneras de crecimiento religioso y espiritual, en el ámbito de cada comunidad parroquial.
Y cuando todas las parroquias estén gestionadas de manera correcta en todo el mundo, con los mismos manuales de organización y gestión, permitiendo y alentando la participación de más y más feligreses, es indudable que la actividad parroquial será más fecunda, y se irá formando en todas las naciones un acervo de riquísimas experiencias locales que servirán de ayuda para las parroquias de otros países.
Mientras la Iglesia Católica siga aprovechándose de privilegios económicos y jurídicos de los Estados, y siga mercantilizando los servicios parroquiales, y no se deroguen las leyes que autorizan a las religiones a implementar el impuesto eclesiástico, continuará el desorden y la in-eficiencia religiosa, el cierre de templos y conventos, la falta de vocaciones religiosas y la disminución de los bautizos y las bodas cristianas.
La Iglesia Católica, en cada parroquia, en cada diócesis e institución católica del mundo, debe comportarse como una pequeña síntesis de esa gran sociedad perfecta que es la Iglesia Católica universal. Es decir, deben administrarla los mismos curas y fieles de la comunidad parroquial, con el dinero que ellos mismos aportan como limosna.
El dinero que recaudan en cada parroquia tiene que servir para solventar todos los gastos parroquiales, tal como sucede en infinidad de parroquias del mundo, habida cuenta de que sea respetada su autonomía y que no se desestimule la participación de todos los feligreses en la actividad apostólica y parroquial.
Comparación con el cooperativismo y el mutualismo
Si tuviéramos que comparar la Iglesia Católica con algún otro tipo de sociedad, encontraríamos que tiene algunas similitudes, a grandes rasgos, con las sociedades cooperativas.
Si bien, a diferencia de la religión católica, las cooperativas tienen objetivos principalmente materiales, poseen en cambio algunos elementos de estudio que son dignos de tener en cuenta en las instituciones católicas.
Las cooperativas son sociedades regidas por normas de relación que facilitan y estimulan lo mejor de las personas. Esas relaciones están orientadas hacia la solidaridad, el altruismo, con énfasis en la ayuda a los más desfavorecidos.
Los ideales del cooperativismo y de las mutuales son, además, la igualdad de oportunidades, el desarrollo personal, trabajando todos unidos, dando cada uno lo mejor de sí mismo, en un ambiente completamente democrático y fraterno, en el que todos los integrantes tienen voz y voto, y las decisiones se toman con la amplia y libre participación de sus miembros.
En el cooperativismo nadie quiere monopolizar las ganancias para ganar terreno sobre los otros socios, porque se busca, más bien, horizontalizar las relaciones y los beneficios hacia el interior de la organización cooperativa.
En el mundo secular es comprensible que haya empresas con fines de lucro (Lc 19, 13 - Mt 13, 45; 25,14), pero en la parroquia se trabaja con otra lógica, que es la del trabajo religioso comunitario, solidario y gratuito.
El espíritu de cuerpo que reflejan muchas reglamentaciones de la actividad cooperativa, es similar, en alguna medida, al sentimiento de pertenecer a un mismo cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, que se debe vivir en cada parroquia católica, convento, monasterio o cualquier otra institución católica apostólica romana.
Todos los socios de la cooperativa poseen una acción de la misma, y pueden ejercer el derecho a voto, como así también tienen derecho a la información, y, no menos importante, el derecho de poder impugnar las decisiones que podrían causar algún tipo de perjuicio a la sociedad. Existe una democracia plena, en la cual todos pueden participar y opinar sobre la actividad de su asociación.
Parece un poco idílica la descripción que hicimos del espíritu de las cooperativas, pero todos los católicos tienen la obligación moral de buscar la perfección en su vida personal y sus obligaciones de estado. Quienes han trabajado en parroquias, conocen muy bien las inmensas carencias de formación religiosa y apostólica que tienen muchas de ellas.
“Para ustedes, soy el obispo; con ustedes, soy el cristiano. Lo más temible en este cargo es el peligro de complacernos más en su aspecto honorífico, que en la utilidad que reporta a vuestra salvación", decía San Agustín.
El ejemplo de las cooperativas debería hacernos reflexionar respecto de cómo estamos trabajando en nuestras parroquias, y en cuánto podríamos mejorar nuestra contribución al servicio del apostolado cristiano.
Ojalá que la Iglesia Católica se organice mejor en todas las parroquias y obispados, con más trabajo conjunto de obispos, sacerdotes y laicos, con laicos que tengan buena formación teológica y espiritual, con mucha democracia interna y participación de todos, y que no haya confusiones de roles entre hombres y mujeres, ni entre sacerdotes y laicos.
Principio de subsidiariedad
Según la enseñanza de las encíclicas sociales de la Iglesia Católica, como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer, y dárselo a una sociedad mayor y más elevada.
Los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, y no deberían cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, pues éstas terminarían por absorber, sustituir, y negar su dignidad y su espacio vital.
El Estado debe abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, la actividad de las células menores que son esenciales para la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas, porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad. La negación de la subsidiariedad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa.
Con el principio de subsidiariedad contrastan las formas de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público: «Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos».
El principio de subsidiariedad protege a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores; este principio se corresponde con el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia.
La prerrogativa que se adjudicaron los obispos de recibir, mediante el sistema del impuesto eclesiástico, los aportes de todos los fieles del país, para administrarlo y luego distribuirlo a todas las diócesis, les da la apariencia de una especie de oligarquía episcopal.
Los obispos deciden a su arbitrio la modalidad de cómo se distribuirán los muchos millones de euros colectados, a qué parroquias ayudarán, el salario de los clérigos, etc., etc., en desmedro de esas sociedades intermedias que son las comunidades parroquiales de cada país.
Una de esas arbitrariedades consiste en que los obispos deciden cuál será el salario de los sacerdotes a nivel nacional, cuando más correcto sería que los salarios, y todos los gastos de la parroquia, sean determinados por cada comunidad parroquial junto con los sacerdotes, en función de las reales posibilidades de la parroquia en que sirven con su ministerio sacerdotal, como así también teniendo en cuenta los méritos personales y la dedicación apostólica, y el cumplimiento de las anuales metas misioneras en el barrio o el pueblo donde desarrollan sus apostolados.
Los obispos también deciden, en algunos países, cuál será el salario de los sacerdotes a nivel nacional, pero no tienen en cuenta que las parroquias tienen situaciones distintas, porque difieren en el mérito y la dedicación de sus integrantes, en el nivel socio-económico de la región en que desarrollan sus apostolados, y en las reales necesidades que tienen los clérigos, por lo cual, cada comunidad parroquial debe tener autonomía para la determinación de los estipendios mensuales de sus ministros consagrados.
Los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, no solamente tienen validez en el mundo secular, sino que también es importante tenerlos en cuenta en la organización y en la vida cotidiana de las instituciones católicas.
En nuestra opinión, cuando el dinero de los fieles de todo el país es controlado y distribuido por los obispos, se infringe el principio de subsidiariedad, enseñado por la Doctrina Social de la Iglesia. Hemos hecho referencia a la relevancia que tiene el concepto de subsidiariedad para la comunidad católica de todos los países, aunque también deberíamos poner en práctica muchos otros principios, como el principio del destino universal de los bienes, el principio de la solidaridad, el principio de la participación, etc.
Practiquemos los católicos las enseñanzas de las encíclicas sociales en nuestra organización religiosa, y entonces tendremos mucha más autoridad moral para poder difundirla, de manera fructífera, en todos los ambientes religiosos, educativos, políticos y culturales, de la sociedad.
El resultado de no permitir que las comunidades parroquiales tengan plena autonomía para gestionarse, se pone claramente de manifiesto en la paupérrima performance que está teniendo actividad ministerial y apostólica de muchas diócesis y parroquias católicas.
En el mundo de la religión, el impuesto eclesiástico produce mucho malestar y desórdenes administrativos, que conspiran contra la libertad de gestión que conviene tener a las parroquias diocesanas, para que puedan actuar como polos de irradiación cristiana en todos los pueblos y ciudades en que se encuentran.
Todos los políticos y legisladores de las naciones, tienen la providencial posibilidad de prestarle un gran favor a la Iglesia Católica y a las demás religiones, estando seguros de que van a estar cumpliendo con la voluntad de Dios, si suprimen todas leyes nocivas para su independencia y para las finanzas de los Estados. (Mt 12, 46-50 Mc 3, 31-35 Lc 8, 19-21 Mt 22, 15-22 Mc 12, 13-17 Lc 20, 20-26).
Es bueno aclarar que el principio de subsidiariedad no pretende un Estado que propicie la actividad privada en todas las áreas, incluyendo por ejemplo la educación, la salud pública y otros sectores de la Economía. Del mismo modo, no confundamos el respeto a la actividad privada con los nada convenientes subsidios estatales destinados a las escuelas y demás obras corporativas de las religiones.
Comisiones
Las comisiones son otro de los gastos burocráticos e innecesarios que deben pagar todos los fieles de las religiones que utilizan el sistema del impuesto eclesiástico. Los países europeos que implementan ese impuesto, deben pagar comisiones por el servicio de recaudación.
Es difícil saber cuánto paga cada país en concepto de comisiones, porque los Estados y las religiones no dan mucha información al respecto. La religión mayoritaria de Finlandia, que es la Iglesia Evangélica Luterana, informó en su portal de Internet, que en el año 2015 pagó 21 millones de euros al Estado finlandés en concepto de comisiones.
En Italia implementaron el impuesto eclesiástico para muchas religiones, además de la religión católica, pero varias de esas confesiones religiosas rechazaron aceptar su puesta en práctica, no por la razón esperable de estar en desacuerdo con el sistema de recaudación, sino para ahorrarse tener que pagar comisiones al Estado italiano.
Si Finlandia tiene 3.800.000 de creyentes cristianos y pagó 21 millones, imaginemos la gran cantidad de dinero que desperdician en comisiones, anualmente, todos los demás países, entre los que están Alemania, España, Italia, Dinamarca, Hungría, Polonia, y varios países más.
Gastos de Publicidad
Otros emolumentos vanos, que se realizan con dinero de los aportantes al impuesto, y que supuestamente deberían dedicarlos al servicio del culto, son los millones de euros que destinan a las campañas anuales de publicidad, para animar a las personas a que acepten hacer aportes al sistema de intermediación estatal de recaudación para las religiones.
En el año 2014 los obispos católicos de España recibieron, del impuesto eclesiástico, un total de 250 millones de euros, de los cuales destinaron 4.600.000 euros a la campaña publicitaria de financiación de la Iglesia.
No parece compatible con la actitud modesta, discreta y prudente que deben observar quienes ejercen el ministerio sacerdotal y religioso, con la realización de costosos spots publicitarios que no le hacen mucho bien al prestigio de la Iglesia Católica. Además, la mejor propaganda que pueden realizar las comunidades cristianas, no es otra que dar buenos testimonios de vida y perseverar con constancia, prodigándose en el servicio parroquial y comunitario.
En una entrevista periodística, el director para el Sostenimiento de la Iglesia Miguel Ángel Jiménez, explicaba:
«Nosotros no queremos hacer publicidad, sino mostrar con el corazón todo el bien que la Iglesia hace a la sociedad», “por cada euro que la Iglesia invierte en esta campaña, recibe 80 euros. Es una inversión muy rentable, ya que cuanto mejor comunicamos, nos conocen mejor y mayor es el apoyo de la sociedad española», destacó.
No obstante, si la Iglesia Católica de España necesita dinero para financiar el culto y los proyectos apostólicos, no se trata de invertir en publicidad comercial a la manera de las empresas comerciales, sino de trabajar de manera organizada y federada en la intensa formación, religiosa y evangélica, de nuestras comunidades cristianas.
Responsabilidad de los políticos, jueces y legisladores
La empresa que proponemos es muy necesaria y totalmente posible, porque al derogar las leyes del sistema del impuesto eclesiástico, los fieles de cada confesión religiosa, en lugar de que su dinero ingrese a tanta burocracia costosa e ineficiente, pasarán a entregar sus contribuciones directamente a sus parroquias, lo cual supone un enorme ahorro de dinero, en tanto que cada parroquia podrá gestionarse de manera mucho más autónoma, fructífera y eficiente.
Si en algún país de Europa, todos los gobernantes, legisladores y jueces, se deciden a terminar con los convenios de recaudación para entidades religiosas, todos los demás países europeos seguirán el ejemplo, pues son muchos los habitantes de esas naciones que están indignados con el sistema del impuesto eclesiástico.
Son grandísimos los beneficios que se seguirán de haber renunciado definitivamente a un sistema de recaudación que continúa en el tiempo los anacrónicos errores del Medioevo, y que no son congruentes con la auténtica manera en que deben financiarse las parroquias, los obispados, y todas las demás instituciones católicas.
El sistema del impuesto eclesiástico es una de las principales causas por las cuales muchos cientos de miles de católicos abandonan la Iglesia Católica cada año.
Podemos tener la plena seguridad de que cuando en Europa, todas las religiones se financien por sí mismas y se produzca una gran reforma y renovación de la Iglesia Católica, ése continente va a experimentar una extraordinaria mejora económica, social y espiritual, como no la tenido en toda su historia, aún con más santidad y esplendor que en sus mejores épocas.
Cuando la religión católica deje de vivir del Estado, su trabajo será más valioso, y su actividad apostólica tendrá muchísima más trascendencia religiosa y cultural.
Parece mentira pero lamentablemente, uno de los principales obstáculos que tiene la Iglesia Católica para realizar una profunda renovación interna, es la no tan buena disposición que tienen muchos obispos y cardenales.
A pesar de que cada vez son más las voces que se alzan en el mundo contra las injusticias que se cometen en el interior de la Iglesia Católica, como así también en su relación con los funcionarios estatales, prácticamente no hay obispos y cardenales que aboguen por la definitiva derogación de los impuestos eclesiásticos vigentes en el continente europeo.
Paradójicamente, en razón de que muchos pastores de la Iglesia no tienen voluntad de trabajar en la eliminación de los sistemas de recaudación estatal y en la anulación de todas las leyes que otorgan privilegios a las religiones, debemos poner nuestra esperanza en que sean las autoridades civiles y los parlamentos de las naciones, quienes tomen a su cargo esa loable e importantísima misión.
Si los partidos políticos, los gobernantes, los legisladores, los jueces, y la población ciudadana de cada país, comprendiesen cabalmente la gran oportunidad que tienen de prestar un inestimable servicio a la Iglesia Católica mundial, laborarían todos para tomar las decisiones que son conducentes para lograr una perfecta, total y eterna separación entre los dineros de la Iglesia y del Estado.
La ignorancia
Que en la Iglesia Católica haya habido errores y corruptelas, durante muchos siglos, quizás se deba a los elevadísimos niveles de analfabetismo que había en los países europeos, pues recién en el siglo XX las poblaciones de esos países fueron totalmente alfabetizadas.
Una nación que tiene buena cultura general, y una excelente formación cristiana, está en mejores condiciones para organizarse, para administrarse, para estar prevenida de los engaños de los líderes irresponsables e inescrupulosos, y para que la Iglesia pueda realizar una formidable y admirable obra apostólica universal.
Pero aún en esta época en que tantas personas tienen acceso a la cultura general, es increíble que haya católicos que no conocen ni siquiera los rudimentos básicos del funcionamiento de una organización religiosa tan antigua como lo es la Iglesia Católica; y lo mismo sucede con los pobres conocimientos que tienen en lo referente a la liturgia, la teología moral y dogmática, los valores cristianos no negociables y la espiritualidad cristiana.
El impuesto eclesiástico, como dijimos, existe en aproximadamente 13 países europeos. Si los fieles cristianos hubiesen conocido la cantidad de inconveniencias que produce la recaudación de limosnas por medio de un porcentaje del impuesto a la renta, hubieran rechazado categóricamente ese sistema.
Los fieles católicos no deben esperar a que en su diócesis desistan de seguir utilizando la recaudación estatal de sus limosnas, porque no son pocos los clérigos que están acostumbrados a un statu quo que no favorece mucho ni a los laicos ni a sus parroquias. Deberían trabajar en la concientización de sus correligionarios, y actuar en la actividad política para conseguir la derogación de las leyes que habilitaron la aplicación de un sistema tan oneroso y desordenado como es el impuesto eclesiástico.
Si los católicos no enseñamos, como mínimo, las verdades más elementales del catecismo, en todos los ámbitos educativos, la Iglesia Católica no podrá concretar ambiciosas metas misioneras y evangelizadoras. Los políticos que no estudian y se mantienen ignorantes en temas que son de crucial importancia para las comunidades que representan, no están en verdaderas condiciones de participar en los debates parlamentarios, ni de tomar buenas decisiones políticas.
Muchísimas de las leyes que se promulgaron en las cámaras legislativas, son injustas, porque fueron votadas por legisladores que carecían de la más mínima formación en temas de civismo, moral, religión, doctrina social, etc.
Además, pareciera que no son pocos los diputados o senadores que son influidos en sus decisiones con la promesa de prebendas, de recibir dinero ilegal, de recibir favores arbitrarios para la provincia que representan, o por otros motivos infames.
Si no fuera por el enorme progreso en las comunicaciones que trajo la Internet, no habría en el mundo un número cada vez más creciente de personas que se dan cuenta y toman conciencia, de que tenemos en la Iglesia Católica una larga lista de urgentes reformas para concretar.
La renovación de todas las instituciones católicas, es una condición sine qua non, para que la Iglesia Católica deje de ser una institución injusta en su relación con los Estados e injusta consigo misma, debido tanto a los errores en su forma de administrarse como a la carencia de equidad y criterios de justicia en muchas de sus normas internas.
La sierva de Dios Madeleine Delbrel, decía que no somos responsables de la incredulidad de nuestro prójimo, pero sí de su ignorancia.
Quienes creemos entender cuán importante es poner orden en las relaciones económicas y jurídicas entre la Iglesia Católica y los Estados, aceptemos con entusiasmo el desafío de trabajar duro en la urgente tarea de culturalización religiosa de las naciones, para que sus poblaciones puedan tener líderes políticos y religiosos verdaderamente confiables.
Debemos trabajar también para que quienes todavía tienen dudas respecto de la urgencia de conservar la total autonomía de la Iglesia Católica, comprendan la enorme responsabilidad e importancia evangélica que tiene el cumplir, de manera ejemplar, con todos sus deberes civiles, y de administrarse y financiarse de manera transparente, completamente libre de cualquier tipo de participación estatal.
El concepto de sociedad perfecta, que explica muy bien la total independencia financiera que debe imperar entre los Estados y las religiones, no se está enseñando en las escuelas y universidades católicas, ni en las escuelas públicas, ni en los seminarios, ni en las parroquias, es decir, casi no se enseña en ningún centro apostólico y de enseñanza católica o pública.
Además, pareciera que no hay interés, por parte del común de los clérigos católicos, por enseñar en todos los centros de apostolado y en las escuelas y universidades católicas, el verdadero significado del mandato de Jesús, de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios; más bien, las más de las veces han puesto escusas de todo tipo para no obedecer al mandato del Rey de los Reyes y Señor de los Señores.
Recemos todos los días por la santificación de los clérigos de la Iglesia Católica, para que vuelvan a enseñar, en las aulas y en los púlpitos, que la Iglesia Católica es una sociedad perfecta, religiosa, no estatal, autónoma e independiente de todo privilegio del Estado, tanto económico como jurídico.
No nos preocupemos si en nuestra labor de instaurar un correcto orden institucional, no contamos con la ferviente colaboración de algunos, o de muchos miembros de la jerarquía católica.
Los clérigos católicos saben muy bien que la educación católica y la predicación evangélica no son una cuestión de recibir dinero estatal, sino de trabajar con mucha diligencia en el apostolado espiritual católico, con dinero católico, en instituciones católicas, como siervos buenos, desinteresados, y fieles.
Es imprescindible que se produzca un gran cambio cultural en los legisladores, jueces, presidentes, gobernadores, intendentes, y líderes de todas las instituciones educativas y sociales, para que dejen de actuar de manera injusta y pusilánime, practicando un clericalismo mal entendido. El clericalismo y la ignorancia produjeron, durante muchos siglos, que las sociedades sean ignorantes, protervas, carentes del bienestar y la modernidad propios de un orden Estado-Iglesia que sea justo, honesto y equitativo.
No nos cansemos de enseñar, de predicar, y de hacer lobby, del bueno, para que se acaben todas las relaciones no útiles entre los líderes religiosos y los funcionarios estatales de los países.
Los políticos que se dedican a concretar la abrogación de las leyes de impuesto eclesiástico, cumplen con el mandato de Nuestro Señor Jesucristo, que no desea que la sociedad perfecta que es la Iglesia, utilice a la otra sociedad perfecta que es el Estado, para que éste le recaude sus limosnas, o para que le dé subsidios, o exenciones impositivas, o para trabajar de manera conjunta con dinero del Estado.
Que los funcionarios estatales se dediquen, exclusivamente, a todas las actividades de carácter temporal de la sociedad civil, y que los ministros religiosos trabajen, muy consagrados, a la predicación y la enseñanza de la verdadera teología católica, en las parroquias, en las escuelas primarias, en las escuelas secundarias, en las universidades católicas, dando todo gratis, con generosidad, con desinterés (1 Cor 9, 16-19).
La falta de fe
Si el objetivo es conseguir, en todos los parlamentos, el establecimiento de leyes que blinden los erarios públicos de las naciones contra los pedidos injustos de cualquier institución religiosa, deben entonces los funcionarios del Estado tener mucha confianza, determinación y constancia, para lograr las mayorías legislativas que se necesitan en la derogación y aprobación de las leyes..
El miedo y la cobardía, los “acuerdos de colaboración”, los contubernios, y la recepción de favores a cambio de posibles silencios, fueron y son la ruina de las instituciones de las religiones y de la democracia, y por ende, también del bienestar integral y el pleno desarrollo de las naciones.
Los funcionarios que trabajan para el Estado, especialmente quienes profesan la religión católica y trabajan, verbigracia, en alguna función legislativa, tienen que vigilar para que los bienes del Estado sean utilizados exclusivamente por el Estado y para financiar las obras del Estado, y que no puedan ser utilizados para subsidiar a ninguna confesión religiosa, ni para hacer trabajos conjuntos de cualquier especie, con entidades u organizaciones relacionadas con la religión.
El Estado y la Iglesia Católica no son semejantes a una empresa mixta, que está conformada por capital privado y estatal, ni ningún Estado fue creado para actuar como oficina recaudadora de las religiones.
Los políticos que se consideran católicos, cometen una gran irresponsabilidad, si no tienen un poco de coraje para proponer y votar la abrogación de todas las normas jurídicas que otorgan favores económicos y jurídicos a las religiones, porque los derechos de las religiones terminan donde comienzan los derechos de los Estados.
En la actualidad, trabajar a favor de la Iglesia y del Estado, en cada país del mundo, es sinónimo, en primer lugar, de poner orden en todas las instituciones católicas, para que se acostumbren de una buena vez, a financiarse en todo por sí mismas, o con la ayuda solidaria de otras instituciones católicas, las cuales también deberán financiarse con las colaboraciones de los fieles católicos.
En la historia de la Iglesia hubo episodios en los cuales se han perjudicado, mediante los engaños, las excusas, la codicia y la avaricia, la obrepción y la subrepción, tanto a las arcas de los Estados como así también a la cultura religiosa de muchas instituciones católicas.
Tengamos mucha perseverancia en la misión de santificar a la Iglesia Católica proclamando su verdadera doctrina, haciendo el apostolado de la honestidad eclesiástica y administrando los bienes de nuestras comunidades con probidad cristiana. Obrando así, la actividad educativa y apostólica de la Iglesia será más eficaz, las instituciones católicas dejarán de tener pocas vocaciones religiosas, tendremos un mundo mucho mejor, y ya no deberemos resignarnos a cerrar templos, monasterios y conventos por falta de religiosos.
El costo político
Si un político tiene verdadera vocación por el bien común integral de su país, no tiene ninguna lógica, desde el punto de vista de la ética cristiana, que piense en los costos políticos que podría tener su labor al servicio de la justicia social y el bienestar general de su nación.
Algunos políticos tienen miedo de derogar, proponer y votar leyes, o de tomar decisiones que son necesarísimas para el bien común de toda la sociedad, porque quizás piensan que en las próximas elecciones podrían no conseguir su reelección, o podrían tener algún otro tipo de inconvenientes con los partidos políticos a los cuales pertenecen.
Todos los políticos y legisladores deberían más bien pensar en el inconmensurable beneficio político que conlleva la completa purificación de las relaciones económico-jurídicas entre la Iglesia y el Estado, eliminando todos los históricos y escandalosos beneficios estatales que durante muchos siglos produjeron desigualdades, arbitrariedades, tensiones sociales, resentimientos, indignación, corruptelas, abuso de autoridad, negociación de la verdad, y conspiraron contra el verdadero progreso de la religión y el bien común universal.
Para un político a quien le interesa servir a su pueblo con honradez y valentía, no existen los costos políticos, porque toda su actividad legislativa, de gobierno o de administración, está esencialmente asociada con el servicio honesto al bien de todos los habitantes de su país, y tienen, entre sus principales obligaciones, el de trabajar para cambiar el statu quo y las estructuras de corrupción, injusticia y de ineficiencia administrativa
La separación completa entre los bienes del Estado y de los de la Iglesia, como así también una profunda renovación ad intra en las parroquias y demás instituciones eclesiásticas, augurarán rápidamente una nueva y justa relación, entre los pastores y el Estado y entre los pastores y el laicado, de lo cual surgirá una nueva Iglesia santa, católica, apostólica y esplendorosa, ubérrima de paz y de progreso espiritual y material.
En lugar de pensar en el costo político, pensemos en el divino privilegio que obtendrá la Iglesia Católica de tener su plena autonomía, su total soberanía, y su completa libertad moral, para poder enseñar, predicar y santificar a las almas con toda la veracidad, el fervor, el entusiasmo y el celo apostólico de los primeros cristianos, siguiendo el ejemplo de los más fervorosos ascetas y predicadores de la historia.
Reflexiones finales
El impuesto eclesiástico no es un privilegio que consista en otorgar subvenciones dinerarias o exenciones de impuestos. El error esta vez consiste en que los Estados pongan todo el aparato burocrático al servicio de los obispos, que desean concentrar las limosnas de millones de fieles para tener un control del dinero que debería ser administrado en cada parroquia por sus clérigos y sus fieles.
Que el Estado pueda dedicarse, con su dinero, exclusivamente a los asuntos de orden temporal, y que la Iglesia, por su parte, se consagre totalmente con sus recursos materiales, a la tarea religiosa y espiritual; ésta es la primerísima división de roles que debe haber en un país, y constituye un orden perfecto que facilita a las naciones la obtención de un auténtico progreso integral, ético, religioso, cultural, moral, e inclusive económico.
El progreso más precioso de las naciones, cual es el progreso de la religión y de la cultura democrática y civil, se atrasará por muchos años, o por siglos, si en los partidos políticos de los países del mundo predominan los intereses creados, el ansia de realizar contubernios, el ofrecer favores jurídicos y /o económicos a cambio de silencio sobre las leyes injustas, y sobre la conducta deshonesta de los funcionarios estatales.
El impuesto eclesiástico y la amplia gama de privilegios otorgados a la Iglesia Católica, han contribuido, en gran manera, a desmedrar la impronta cristiana que supo tener el continente europeo, lo cual queda tristemente demostrado en la actualidad con la gran disminución de las vocaciones religiosas, el auge del ateísmo, el agnosticismo y la indiferencia religiosa, el cierre de muchos templos y conventos, y la gran cantidad de escándalos relacionados con la homosexualidad, la pederastia y el mal manejo de las finanzas de la Iglesia.
Estimo que es imprescindible para la Iglesia Católica, que los señores obispos no esperen a que el poder político derogue todas las leyes de impuesto eclesiástico y los demás privilegios.
Es urgente que los gobiernos civiles abroguen todas las leyes de privilegios para las religiones, pero bien pudieran los obispos ahorrarles a los legisladores las discusiones relacionadas con las derogaciones mencionadas, solicitando ellos mismos, a los políticos, que las deroguen por completo.
No deseo juzgar a los obispos católicos, pues Europa le debe a la santidad de muchos de ellos el haber logrado sociedades cultas, modernas, progresistas, e imbuidas de nobles costumbres cristianas. Pero quizás también decir que no pocos de ellos, en infinidad de ocasiones y en todas las épocas, hicieron lobby ante los reyes, presidentes y funcionarios estatales, para conseguir todo de tipo de favores económicos ilegales.
Europa está despreciando los valores religiosos, la natalidad, el valor de la maternidad y la verdadera educación religiosa de la juventud. Ningún progreso material puede plenificarse si se abandonan los criterios evangélicos que están intrínsecamente asociados con la prosperidad espiritual y económica de las sociedades, tanto del continente europeo como del resto del mundo. Ninguna nación puede progresar en su bienestar económico y espiritual, si no se realizan muchas modificaciones en su ordenamiento jurídico y legislativo; es una condición sine que non para que la tarea docente y santificadora de la Iglesia sea verdadera, muy fecunda y duradera.